100 horas de oscuridad: la pesadilla que provocó el apagón en Venezuela


Un joven de Petare fue a trabajar sin bañarse, con la última muda de ropa limpia que quedaba; con el estómago vacío y con callos en los pies, puesto que caminó numerosas cuadras ante la falta de transporte

MANUEL ALEJANDRO RAMÍREZ | @manuramirez95

Cuando la noche lucía más oscura no había deseo más grande que el amanecer. El brillo de algunas estrellas era la única fuente de luz que se apreciaba en el entorno. La delincuencia aprovechaba el momento para transformar la tensa calma en un verdadero tormento.

Cuatro noches consecutivas sin luz envolvieron el sur de Petare, entre ellos el sector El Morro, donde, además, los vecinos carecen del servicio de agua desde hace un par de semanas. Sin mencionar que se requieren, al menos, 600 bolívares (en ese entonces) para subir y bajar en autobús.

Fueron días caóticos, pero el deber y la responsabilidad por cumplir con la jornada de trabajo era inminente. Un joven de 24 años de edad (sí, yo) tuvo que salir a trabajar sin poder bañarse, usando la última ropa limpia que le quedaba en su armario: un jean y una franela. 

Al ponerse los zapatos notó que tenía callos y ampollas en los pies, debido a que el servicio del Metro estaba suspendido y, al no contar con suficiente efectivo, tuvo que caminar numerosas cuadras para llegar hasta su trabajo.

Por si la desgracia era insignificante, ante la falla del servicio eléctrico que mantenía todos los comercios con las santamarías abajo, se fue sin desayuno ni almuerzo en la lonchera porque la nevera de su domicilio estaba vacía.

El calvario comenzó el jueves 7 de marzo. Cuando las manecillas del reloj indicaban las 4:56 pm se fue la luz. Por un momento pensó que se trataba de una simple falla y que en cualquier momento se restablecería el servicio eléctrico. 

“¡Mira, no hay luz en toda la ciudad! Parece que esto es para rato”, le comentó un compañero del trabajo. Sus esperanzas se esfumaron con el correr de las horas. Encendió la última vela que le quedaba y no le quedó otra elección que acostarse a dormir, esperando que, al despertar, ya hubiera luz.

El servicio regresó la tarde del viernes 8 de marzo. Era el momento de cargar los teléfonos y llenar la mayor cantidad de tobos, bidones y recipientes posibles porque la bomba del edificio iba a surtir los apartamentos con la última reserva de agua que quedaba. 35 minutos más tarde regresó la oscuridad. “Alegría de tísico”, dijo una vecina.

Las personas del sector respondían con una "mentada de madre" apenas escuchaban que alguien exclamaba con fervor: “¡Maduro!”. Resultaba muy difícil comunicarse siquiera por mensaje de texto, puesto que rara vez hubo señal en los celulares. La comida se agotaba. Nuevamente el muchacho consideró que dormir era la decisión más sencilla, aunque era difícil conciliar el sueño.


Luego de otro día atípico, en el que se veía poco tránsito en las calles, semáforos apagados, centros comerciales cerrados y largas colas en las estaciones de servicio, la noche del sábado 9 en El Morro fue una pesadilla. El calor era insoportable. De repente se escucha: “¡Se metió un malandro, se metió un malandro!”, alertó un vecino desde una ventana. Esta vez dormir no era una opción.

Se escucharon varias ráfagas de disparos y otros sonidos difíciles de descifrar. El joven desconocía la hora de aquel incidente, ya que su teléfono estaba completamente descargado y no contaba con un reloj. Quizás ya era de madrugada, pero sin importar la hora la comunidad estaba en vilo. 

A pesar de que se montó una persecución, en ningún momento apareció el presunto hampón. “¿Y si se trataba de un espanto?”, se preguntó una adolescente, tratando de restar importancia a la situación.

La mañana del domingo 10 de marzo fue muy parecida a la del día anterior; sin embargo, ya la nevera se encontraba completamente vacía y no había ni una gota de agua en el apartamento. 

“¿Dónde compro comida si todo está cerrado? Nada sirve en este país. No sé a dónde vamos a parar”, exclamó con frustración el joven, quien a pesar de todas las contrariedades tuvo que cumplir con sus compromisos laborales.

Cuando regresó del trabajo estaba abierto el cuarto donde se puede cargar agua, por lo que se dispuso a llenar varios tobos, directamente del tanque, usando un mecate. Esta vez se sintió aliviado de vivir en la planta baja del edificio, porque sus vecinos tuvieron que subir hasta 200 escalones en medio de las tinieblas con su respectiva carga.

Faltaban 50 minutos para el atardecer. Unos vecinos regalaron comida antes de que esta se descompusiera y otros se encargaron de colocar fogatas en los alrededores del conjunto. 

Después de 72 horas seguidas (100 horas en total con intermitencia), la oscuridad se fue de El Morro el lunes 11 de marzo, pero quedó la incertidumbre de si el servicio se mantendría o sería nuevamente interrumpido. 

No importa el sexo, la religión o la clase social, aquel apagón de marzo no solo impregnó de oscuridad las vidas de quienes hacen vida en El Morro y en la ciudad capital, sino también a todos los que habitan Venezuela.

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